domingo, 7 de diciembre de 2014

LAS JOYAS DE “EL JEFE”

Cuenta la historia, que cuando los españoles llegaron a Cajamarca comandados por Francisco Pizarro, ya tenían conocimiento de las riquezas que ostentaban los incas. La cicatería que caracterizó a ese grupo de malhechores, ignorantes y aventureros, les brotó por todos los poros. Los “Felipillos” de siempre, o si quieren los Judas bíblicos, ya los habían puesto al corriente de lo que estaba pasando en el Imperio. Les habían hablado de las peleas entre Atahualpa y Huáscar. De las riquezas del Cusco. Del oro, abundante, por donde se  le encontrara.

Me imagino los ojos desorbitados de esos malandrines venidos del otro lado del mundo, con sus caballos, con sus armas con pólvora, con sus barbas de distintos colores, oyendo a los traidores, hablarles de cómo vivían los señores del Imperio. Y me imagino el engrandecimiento de su rapacidad cuando se enteraron que Atahualpa había vencido y se iba al Cusco a tomar posesión del trono real. Más todavía cuando supieron que tenía que pasar por Cajamarca. “Aquí lo esperamos”, con seguridad dijo Pizarro. Total, el Inca ya sabía de su presencia y estaba enterado de cuántos eran y qué estaban buscando.

La historia que todos conocemos, relata la manera tragicómica de cómo capturaron a Atahualpa. Parece una visión surrealista imaginarse al cura Valverde, con la biblia en una mano y el crucifijo en la otra, pidiéndole a un hombre, al cual sus súbditos llevaban en andas, que bajara y se arrodillara para venerar los objetos que él tenía en sus manos. Atahualpa con seguridad no lo entendió y por eso no le hizo caso. Retumbaron los arcabuces, salió la caballería arremetiendo contra el séquito imperial y capturaron al “Hijo del Sol”.

Expertos en temas guerreros, señalan que “no hay mejor enemigo que el enemigo muerto”. La pregunta que durante cientos de años se han hecho muchas generaciones es: ¿por qué los españoles no mataron en el acto a Atahualpa? Y las distintas respuestas que se han dado, se pueden resumir en una sola: por su extremada avaricia, por su incontrolable codicia. Querían oro. Querían plata. Querían aquello que en su España natal nunca hubieran podido conseguir.

Cuenta la historia, que Atahualpa se dio cuenta del enfermizo afán de los invasores y jugó su destino a ilusionarlos, explotando hábilmente sus pretensiones: “Libérenme y les ofrezco llenar dos cuartos de oro y uno de plata hasta donde alcance me mi mano”. Ya sabemos  cómo termino eso. Atahualpa fue asesinado vilmente y los criminales siguieron hacia el Cusco, arrasando con lo que podían.

Me he preguntado muchas veces el porqué el oro es tan deseado. ¿Por qué su tenencia genera poder? ¿Por qué los seres humanos, somos capaces de destruirnos para asegurarnos su permanencia? El oro no nos da vida, pero nos la puede quitar. Su búsqueda ha generado miles de muertos, de familias destruidas. Vaya, si no se puede comer, si no nos ayuda a respirar, si no nos ayuda a caminar, ¿porqué nos desesperamos por tenerlo?

Dicen que antiguamente tener oro en la dentadura, no solo era una muestra de admirada estética, sino que además, las personas que lo ostentaban, irradiaban poder. Cuentan que, en los repases que el ejército chileno hizo con nuestros muertos y heridos, lo primero que hacían era abrirles la boca para ver si tenían dientes de oro. Claro, metían la bayoneta y fuera diente. Hasta hace poco, esa costumbre, la de ponerse oro en los dientes, era una costumbre de nuestra serranía, quién sabe, inspirados en el esconder del oro que nuestros antepasados hicieron para no dárselo a los españoles.

Quién sabe también, si por eso a los nacidos en la sierra peruana les guste tanto el portar oro con su vestimenta diaria. Sobre todo a los hombres. Y, entonces es fácil determinar de dónde es aquel que lleva una cadena o collar en el cuello, anillos en ambas manos, o esclavas en las muñecas. Aparte, por supuesto, de los relojes, pero no cualquier reloj, solo aquellos que brillen por el oro que contienen.

Y, entonces me pongo a pensar si en este asunto de los “Limpios de la Corrupción”, no  ha habido una reiteración de lo vivido entre Atahualpa y Pizarro. Claro, hay que salvar las distancias, pero a mí, me da una sensación  que tienen  mucho de común. Lo pongo en el lugar de Pizarro, a Roberto Torres. ¿Qué es lo que los asemeja? Pues el ORO. Alguien podría decir que al ex alcalde le gustaban los billetes, que en 1535 no existían. Y quizás esa sea una diferencia.

Cuando la policía irrumpió en la casa de la familia Torres Gonzales y en el departamento de Del Castillo Muro, encontraron gran cantidad de billetes. La televisión, gracias al apoyo de la PNP, mostró al país cómo habían estado guardados. “Aquí no hay caja fuerte. Pero si hay billetes”, decía una desconcertada  Katiuska, mientras tomaba una taza de café y pedía ingenuamente que no le fueran a ensuciar su cama.

Los peruanos teníamos una experiencia previa en este asunto de ver billetes en temas de corrupción. Recordemos los “vladivideos” y la cantidad de gente que se vio involucrada y luego presa. Pero joyas, solo años después, los relojes de Montesinos nos hicieron conocer su afición por ellas. Al igual que Torres, solo cuando cayó, tuvimos una idea clara de la fortuna que significaba la propiedad de  esas prendas. Por congraciarse con el “Doc”, no solo civiles sino también militares, cada vez que podían, le hacían llegar esos costosos regalos, pues como alguien dijo alguna vez, resultaba una buena inversión entregárselos, porque aseguraban una buena compensación.

¿RTG gastó su plata en comprar esas joyas?  En una de las primeras declaraciones que dio el ex alcalde, luego de su captura, cuando le preguntaron cuánto había gastado, dicen que sorprendió a sus interrogadores cuando les dijo: “la gran mayoría me las regalaron”.  Hasta hoy, no hay una versión, digamos oficial, de los fiscales sobre el particular. Sin embargo, los rumores hablaban de una regidora como la que había demostrado con mucha frecuencia su agradecimiento a Torres, vaya usted a saber por qué.

Hace algunos días, entrevisté en ASÍ SOMOS, al abogado de Torres, el doctor César Nakasaki y por supuesto, le pregunté quién era  la generosa. Me respondió: “el día que se dé a conocer oficialmente lo que yo ya sé, va a haber una conmoción política”. Le dije entonces: “por allí hay una versión  que  señala a la regidora Carmen Carhuallanqui como la regalona”. Me respondió: “no puedo decir nada, pero estoy pidiendo a la policía para que empiece a averiguar en las casas donde venden joyas y así se confirme lo que RTG me ha dicho sobre el origen de esas joyas”.

Días después, entrevisté a Carmen Carhuallanqui y, le pregunté: “¿es verdad que tú le has regalado las joyas y relojes a Beto?”. Y, muy tranquila me respondió: “yo lo quiero mucho, pero no me sobra el dinero para estar haciendo ese tipo de regalos”. Y, entonces, me soltó una “bombita”: “Yo alguna vez vi a la regidora Ortiz Prieto llevándole un regalo, pero no sé de qué se trataba”.

Personalmente, no creo que Celinda Ortiz Prieto haya sido la generosa. No porque le falten recursos, sino que no la veo en ese plan de pagar como “regalo” algo que hubiese querido obtener en la MPCh. Entonces, debo preguntar: “si no fue Carhuallanqui, si Celinda tampoco, ¿quién fue? Solo quedan dos: Fernández y Montenegro. ¿Habrá sido una de ellas, o Torres quiso desviar el origen de sus joyas, mintiéndole a su abogado?

Lo cierto es que, los fiscales que cada día anuncian un nuevo descubrimiento en las actividades delictivas de los “Limpios de la Corrupción”, se están olvidando de hacernos conocer el verdadero origen de LAS JOYAS  DE “EL JEFE”.

FOTOS: DIARIO CORREO - CHICLAYO




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